lunes, octubre 09, 2006

Simón


Cuando era pequeño adoraba destripar todos los aparatos que caían en sus manos, fuesen juguetes que los Reyes le dejaban bajo la cama de sus padres o viejas cámaras de fotos llenas de polvo que se apilaban en los cajones del taquillón, en aquel enorme salón con ventanas que daban al mar.
Aprovechaba cuando sus padres echaban la siesta y se sentaba en la alfombra, junto a la mesa de madera y mármol. Comenzaba la operación armado con un pequeño destornillador. El abuelo se lo había dado a escondidas, con un guiño travieso, el mismo día en que su madre le contaba un poco alterada la afición del niño. “Nada escapa a sus manos, tengo que tenerlo todo bajo llave”.

Simón recordaba aquellos días con cierta nostalgia, si bien su pasión por conocer las cosas por dentro le había llevado profesionalmente donde estaba, investigando en nuevas tecnologías, ya no lo hacía con la misma curiosidad de entonces. Todo tenía protocolos, reglas, normas, métodos de actuación. Todo estaba previsto. Los resultados eran anticipados y por norma, solían coincidir en la realidad con las hipótesis planteadas.
Ya no había sorpresas, no tenía que adivinar para qué servía cada componente, o como adaptarlo para que sus funciones fueran útiles según el medio al fueran a aplicarse.

El mundo de los adultos era demasiado pequeño, demasiado previsible, como si poseyera una bola de cristal en la que podía ver todo lo que ocurriría, antes de que pasase. Aplicando las mismas leyes científicas a su vida diaria podía provocar toda clase de reacciones. Sabiendo que, al igual que en sus investigaciones, los resultados confirmarían totalmente las hipótesis aventuradas.

Y se acostumbró a ello, y fue perdiendo poco a poco al niño que fue, tratando de ignorarlo, dedicaba sus horas libres a todo aquello que en cierto modo, elevaba su mente y su adrenalina, aunque en el fondo sabía que eran meros estímulos artificiales, un placebo, para acallar esa voz infantil que clamaba en su interior.

El domingo se presentaba tranquilo y soleado, y decidió ir a correr al parque, a pesar de la monumental resaca que le había producido la noche anterior. Oxigenar los pulmones y el cerebro le vendrían bien. Se calzó las deportivas y la ropa vieja de deporte y salió en dirección a la arboleda junto a la fuente vieja.

Después de una hora, deshizo el camino andando, y al llegar de nuevo a la fuente, pudo observar a una niña que manipulaba un tostador, probablemente sacado de la basura. Junto a ella había otra serie de chismes aparentemente viejos, un reloj de campana, un muñequito andador, un trozo de lo que parecía haber sido un avión de juguete…

Simón se acercó a ella y le ofreció su ayuda para arreglar el tostador. Soy un experto, le dijo.
La niña lo miró divertida, con unos vivos ojos castaños, y le dijo. “Ah, ¿pero es que está roto?”.
Simón sonrió a su vez, sorprendido en mucho tiempo, y preguntó “¿Acaso no lo está? ¿Te has tostado el pan esta mañana con él y te lo has traído de paseo?”

Lo miró de hito en hito, como si estuviera loco. “¿Tostarme el pan con esto?. Perdona, pero esto no es un tostador”.

“¿Entonces, qué es lo que es?”, volvió a preguntarle.

“¡Tsk! Hay que ser así de viejo para no verlo, esto es una caja de sorpresas, para los amigos. Mira, metes caramelos, o flores o lo que tu quieras, bajas la palanca y cuando se los quieras regalar a alguien, le das al botón y todo salta a las manos de tu amigo.”

Simón la miraba perplejo, y encantado, aquella visión de lo que podía ser un tostador era algo que él no se habría planteado nunca, por lo menos no ahora. “Así que no necesita arreglo, bueno, entonces te dejo con tu caja de sorpresas….”

La niña dio unos golpecitos con su mano en la piedra de la fuente, como indicándole que se sentara. “Tengo muchas más cosas aquí, a lo mejor alguna necesita arreglo y tú puedes ayudarme…”

“¿Cómo te llamas? Yo soy Simón”, se presentó.

Sonrisa ladeada, y pecas, respondieron a la pregunta “Elena, me llamo Elena, y aquella es mi máma”. Simón vio a una mujer que esperaba pacientemente en un banco, sin dejar de observar la escena que se producía junto a la fuente.
“¿No se enfadará tu mamá porque hables con alguien tan mayor? Vamos a presentarme, ¿quieres?”

Elena volvió a sonreír, mostrando una ortodoncia que hacía que su forma de hablar tuviera un ligero ceceo. “No pasa nada Simón, ella me ha dicho que seguro que tú podrías ayudarme con mis cacharros.”

Un escalofrío recorrió su espalda, y en cuestión de segundos un millón de sensaciones olvidadas acudieron a su cuerpo, la curiosidad, el nerviosismo, la emoción de lo espontáneo, el miedo deliciosamente desconocido, el vértigo, el estómago en la garganta…y el valor que se necesitaba para vencer todo eso y ganar. O perder, pero seguir ganando, no quedarse con la incertidumbre final.

Volvió a mirar a Elena, pero esta vez más detenidamente, observó su carita redonda, su sonrisa ligeramente de lado y el modo casi adulto en que le había explicado su realidad.
La miró y supo. Supo quién era él, supo en qué momento había dejado de serlo, supo por qué se había hecho desaparecer. Supo que si volvía a anticipar hipótesis no habría camino de regreso.
Levantó la mano y saludó a la mamá de Elena, “cuanto tiempo…demasiado” pensó.
La mujer esbozó una sonrisa, correspondió a su saludo y continuó la lectura que había dejado pendiente de aquel encuentro. Siguió sonriendo largo rato después del saludo.

Simón y Elena se afanaban y discutían qué estaba roto y qué no lo estaba, y reían bajo el sol dominical.

6 comentarios:

terminus dijo...

Curiosidad e imaginación, eso si que son grandes tesoros. Mientras se conserven seguiremos siendo niños.

Beso Gordo

Edu

pcbcarp dijo...

Yo me lo paso pipa con algunos (ojo: algunos) niños porque tienen una mente perfectamente lógica, lo que les pasa es que aún no han aceptado nuestras reglas del juego y ven el mundo con la mente clara.

pcbcarp dijo...

Se me olvidaba: me ha gustado.

Anónimo dijo...

Puesss me encanta la curiosidad en los críos, es increíble, y adorable a la vez...De peque me encantaba operar a todos mis muñecos era genialllll todavía los tengo...

Maik Pimienta dijo...

La inocencia es el valor más importante a guardar en los niños, por eso me ha gustado la forma de llegar Simón a la niña, y al niño que lleva dentro. Besos inocentes.

Isabel Barceló Chico dijo...

Querida amiga, no hay nada como sentir emoción. Es cierto que el mundo de los adultos nos priva de aquellas primeras emociones, y también lo es que nos permiten reencontrarlas y reeditarlas como le ocurre al protagonista de tu historia. ¡Elena y su caja de sorpresas!
Muchas gracias por tus buenos deseos para mi viaje. Ya estoy de regreso y retomo enseguida el blog, con la historia de Cupido y Psique, para ir entrando en calor de cara al fresco otoñal. Muchos besos y hasta pronto.